El
horror, la paradoja y la sensibilidad del sobreviviente marcaron la obra de
Paul Celan (Rumania, 1920), poeta, traductor y ensayista de origen judío
y habla alemana. Víctima del nazismo, que lo confinó en un campo
de trabajo, mientras sus padres morían en un campo de concentración,
al cabo de la Segunda Guerra, se convirtió en una de las voces emblemáticas
de la literatura germana del siglo XX. Su primera colección de poemas
Amapola y memoria (1952) se alzó contra la idea de que es imposible
escribir poesía después de Auschwitz. Siete libros más,
dos de ellos póstumos: Compulsión de la luz y Parte
de nieve, delinearon una escritura desgarrada y oscura. «Todtnauberg»,
el poema elegido y analizado aquí por Tamara Kamenszain se propone como
clave para entender una poética que vivió peleando contra el mutismo.
Kamenszain es poeta y una ensayista singular. Ha escrito, entre otros libros,
Del otro lado del Mediterráneo, La casa grande y Tango
Bar. Sus ensayos más recientes se reunieron en Historias de amor.
TODTNAUBERG
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La génesis de este poema es una anotación en un libro de visitas. «En el libro de la cabaña, los ojos hacia la estrella del pozo con, en el corazón, la esperanza de una palabra que llegaría», había escrito Paul Celan el 25 julio de 1967 cuando visitó a Martin Heidegger en su cabaña de Todtnauberg, en plena Selva Negra. La correspondencia del poeta con su mujer aporta otros datos: ese día hubo un paseo en auto donde Celan hizo alusión al peligro de un rebrote nazi y a la conveniencia de que Heidegger se expidiera públicamente al respecto. Como única respuesta recibió un largo silencio. En ese silencio pantanoso floreció «Todtnauberg» que, como todos los poemas de Celan, está más cerca del mutismo que de las palabras. Entrecortando adrede los encabalgamientos, suspendiéndolos en los intersticios de un relato, el poeta logra que el sentido siempre quede a la espera de ser completado por la palabra de otro. Según el filósofo francés Lacoue-Labarthe, en «Todtnauberg» la palabra esperada es `perdón'. Un perdón que Heidegger le debía, ante tanta sospecha de colaboracionismo, al poeta judío. Pero para otro pensador francés, Alain Badiou, el silencio de Heidegger es coherente con su «fetichización filosófica del poema». Esto quiere decir que en la filosofía heideggeriana la poesía aparece como una instancia privilegiada capaz de dar respuesta a todo. De esta manera, y ante la pregunta de un poeta, el filósofo no podría hacer otra cosa que reenviarlo a la soledad del poema, o lo que es lo mismo, condenarlo al solipsismo. Sin embargo, la poesía de Celan se resiste. No es el hombre cuyos padres murieron en un campo de concentración el que pide una palabra esperanzadora que lo repare. Es esa obra monumental que renovó hasta las raíces el maltratado idioma alemán la que exige ser aclarada en el marco de una interlocución. Claridad que no supone una explicación sino una responsabilidad compartida. El peso de ese sujeto poético clausurado que, en espejo, estaba obligado a dar cuenta de todo, queda, en la poesía de Celan, alivianado. Sólo una subjetividad abierta, deshilachada, incompleta, puede encontrarse en un libro de visitas ese tipo de libro que está siempre abierto a la palabra de los demás con la posibilidad del poema. «¿El nombre de quién estaba anotado/ antes del mío?» es una pregunta que incluye a los demás. Esta vez la filosofía no iba a recibir de la poesía una revelación tranquilizadora sino una exigencia: mantenerse «a la escucha». Exigencia que, como hijo del silencio, el poema «Todtnauberg» parece estar demandándonos a todos.
Tamara Kamenszain, Clarín